Soy de los que disfruta comiendo carne y cuanto más sangrienta mejor. Me pones delante un buen solomillo de centímetro y medio de grosor, tierno, poco hecho, con su grasa empapada en sangre, con su sal gorda y soy feliz, muy feliz. Lo mismo me pasa con las salchichas, el pollo o el embutido. De hecho, me cuesta recordar en los últimos años un solo día en el que no haya comido carne. A excepción de esa semana. Una semana con sus siete días, sus 168 horas y sus 10.080 minutos en realidad fueron 10.082 en los que no metí en la boca ni solo un producto de origen animal. Sí, quise probar lo que era ser vegano y la experiencia me marcó en muchos aspectos. En otros no.
Fue hace unos años, cuando el rollito del veganismo estaba en su máximo apogeo y comenzaba a fraguarse una guerra entre veganos y carnívoros para convencer al personal de que su opción era la mejor y más saludable. Por aquel entonces estaba en la universidad, compartía piso con otros tres chicos y uno de ellos tenía un rollito del veganismo para el que, cuando venía a cenar, teníamos que cocinar expresamente y en la mesa siempre acabábamos debatiendo sobre el tema. Un día, alguno del piso propuso probarlo y los demás pensamos '¿por qué no?'. El objetivo no era ni 'convertirnos' al veganismo, ni tener argumentos para criticarlo, simplemente ver cómo era y poder hablar de ello con propiedad. Así que decidimos que serían siete días, escondimos toda la carne de la nevera en el congelador y empezamos nuestro experimento particular.
De lo primero que nos dimos cuenta es que nos quitaba mucho tiempo y nos daba muchos quebraderos de cabeza. A mediodía, como comíamos en el bar de la uni, teníamos que estar siempre eligiendo los platos que no tuvieran ni carne, ni huevos, ni queso, ni absolutamente nada que viniera de un animal. Yo también tuve que convertir los tres cortados que me tomo al día en cafés solos, porque había muchos bares que no tenían alternativa a la leche de vaca. Y ya el calvario máximo llegaba en el súper. Teníamos que mirar atentamente los ingredientes de cada producto que queríamos comprar y entre la retahíla de edulcorantes, conservantes y aromatizantes, cuando ya estábamos a punto de meterlo en el carro, descubríamos que 'podía contener trazas de leche o huevo' y vuelta a escanear la etiqueta del siguiente bote.
Cuando llegábamos a casa por las noches, nuestro experimento vegano ocupaba todos los temas de conversación: "Pues yo hoy he tenido que quitarle el jamón a la pizza porque no había otra cosa en el bar", "yo he pasado por el herbolario y he comprado de estas hamburguesas vegetales que valen un ojo de la cara", "Fulanito me ha dicho que se puede hacer tortilla con harina de maíz en vez de huevo"... y así hasta que nos íbamos a dormir después de haber cenado un revuelto de garbanzos con pimiento rojo y cebolla y con cada vez más ganas de que llegara el último día.
Otra de las cosas que hizo complicada nuestra semana es que de los cuatro chicos que compartíamos piso, uno dijo que él ni de coña se unía a nuestra inmersión vegana, así que teníamos que aguantar ver sus filetes de ternera en la nevera y sus lenguados en la cena. A mí tampoco me resultó fácil hacer vida social. Cuando quedaba para cenar con alguien tenía que mirar bien dónde íbamos, preguntar qué había en la carta, explicar lo que estaba haciendo y aguantar la chapa de "eso que haces es una tontería, una semana no sirve de nada" y demás opiniones que me pasaba por el forro porque yo simplemente quería probar.
A mediados de semana nos empezamos a quedar sin ideas. Los platos que hacíamos eran muy elaborados, teníamos que usar muchos ingredientes y a las dos horas volvíamos a tener hambre. De pronto, en esa estantería llena de libros que ignorábamos, descubrimos uno de recetas vegetarianas y nos abalanzamos sobre él en busca de una salvación, pero nos llevamos un buen chasco. Ahí descubrimos la diferencia entre vegano que no consume nada procedente del animal y vegetariano que solo no come carne y que había muchas recetas que tampoco podíamos hacer porque contenían huevos, queso u otros productos que nuestra estricta dieta no incluía.
La verdad es que la semana se nos hizo larga. Nos dimos cuenta de la cantidad de tiempo y dinero que nos consumía el hecho de intentar ser veganos. Los productos ecológicos eran carísimos y teníamos que comprar más ingredientes y comer mayores cantidades para saciarnos. Es verdad que aprendimos muchas recetas con verduras que de otra forma ni se nos habría ocurrido hacer y también que no pasaba nada por hacer pausas de la carne en alguna de las comidas. Pero no. No se nos pasó por la cabeza seguir con el veganismo. De hecho, a las 12.02 minutos de la noche en la que se acababa nuestro reto personal, nos abalanzamos a cocinar cualquier rastro de carne que quedara por la nevera.
Recuerdo unas salchichas que me supieron a gloria y una pechuga de pavo que descongelé en el microondas y que, a pesar del tacto de suela de zapatilla fue la mejor que había probado en años. Desde entonces, la experiencia ha quedado como anécdota que cuento de vez en cuando. Admiro a las personas que tienen la entereza de dejar de comer cosas que les gustan por que todos vivamos en un mundo mejor. Ojalá yo pudiera, pero la sola imagen mental de ese solomillo con el que he empezado el texto me hace salivar. Así que me temo que moriré siendo carnívoro pero, al menos, no me habré muerto sin probar.