Llevaba más de 20 días en coma y nadie aguantaba más tanto dolor. Como cada día desde que había ingresado en el hospital por una neumonía un mes atrás, mi padre y yo fuimos a verla. Aquella mañana yo estaba especialmente nervioso. Quería despedirme de ella y tenía miedo. Miedo de ser un egoísta, miedo de fallarle, miedo de dejarla sola cuando más me necesitaba. Por aquel entonces era un chaval de 20 y pocos años y estaba viviendo mi sueño de estudiar en el extranjero. Para mí era un premio tras dos años de sufrimiento. Dos años en los que mi vida giraba al tumor cerebral que le habían detectado a mi madre.
Las sesiones de quimio y radioterapia, las dos operaciones y las conversaciones sobre cualquier cosa que le permitiera no pensar en su enfermedad se habían convertido en mi rutina, la de mi padre y la de mis hermanos. Las interminables visitas de amigos y familiares que solían llorar junto a ella. Los días en los que volvía de la facultad y solo quería encerrarme en mi habitación a llorar y a dormir para no tener que ir a verla. Cada día más débil, con menos pelo, cada día menos ella. A mis ojos de adolescente mi madre se estaba apagando y lo único que quería hacer era cerrar los ojos y dejar que pasase toda aquella interminable pesadilla.
Una llamada que cambió mi vida
El día en que mi hermana me llamó yo estaba en Estocolmo. “No te asustes, pero la mamá está ingresada. Tienes que venir lo antes posible”, me dijo sin querer dar más detalles. El estómago me dio un vuelco, ni siquiera sabía como reaccionar. Los tres días que tardé en conseguir billete se me hicieron eternos. Cuando todavía no me había subido al avión ella ya dormía. El dolor y la sensación de ahogo que sufría hizo que los médicos optaran por sedarla y, cuando la cosa empeoró y se perdieron las esperanzas, inducirle el coma. Todavía me duele pensar en el sufrimiento que debió pasar mientras me esperaba y yo no llegaba.
Cuando por fin llegué a mi ciudad el rostro de mi padre al recogerme en la estación lo decía todo. Jamás el trayecto de 10 minutos en coche hasta mi casa se había hecho tan largo. Ninguno de los dos hablábamos. No hacían falta las palabras para expresar tanta pena. En mi cabeza me odiaba por haberme ido de Erasmus pero, a la vez, me justificaba pensando que mi madre parecía mucho mejor aquel verano en el que hice las maletas. En el fondo ella sabía que era mi ilusión, pero también que probablemente sería la última vez que me vería. Por eso lloró el día en que me fui. Y yo pensaba que era una dramática.
El encuentro con la dura realidad
La primera visita al hospital fue como una hostia de realidad. Allí estaba ella inconsciente, tumbada y entubada. Los demás no éramos capaces de mirarnos a los ojos y nos quedábamos allí mirándola y llorando. Mi padre se sentaba en una silla al fondo de la habitación mientras los demás nos íbamos turnando para entrar en la habitación. Me molestaba profundamente que alguien que no fuera de la familia más cercana o su mejor amiga viniera a visitarla. Esto no era ningún show, pensaba con toda la rabia de quien se sabe incapaz de cambiar nada.
Pasaron las semanas y mis profesores de intercambio me avisaron de que, si no me presentaba a los exámenes, perdería el curso. No sabía qué hacer pero no quería ni podía pasar ni un día más sintiéndome inútil. Viendo a mi madre morirse. Esperando a que nos dejase. No tenía fuerzas para seguir y en Escandinavia me esperaba mi novia, mi primer gran amor, la persona que me había traído luz cuando todo a mi alrededor parecía tiniebla. Aquella mañana estaba dispuesto a despedirme de ella a explicarle que mi vida continuaba y que su enfermedad también estaba matando algo dentro de mí.
La hora de decir adiós
Pasé a la habitación y tomé su mano. Estaba tibia, como si la vida se hubiera estado escapando poco a poco de ella desde que cerró los ojos. Mi padre me esperó fuera y me dijo que me tomase mi tiempo. Recuerdo que no sabía muy bien qué hacer ni qué decirle. Me puse a llorar y solamente pude decirle que la quería pero que tenía que irme. Que no podía quedarme allí un día más. Que era débil y aquello era demasiado para mí. Ella permanecía inmóvil y, aunque sabía que no podría responderme, tuve fe en que de alguna manera podría escucharme. Estuve con ella algunos minutos sosteniendo su mano en silencio y me fui.
Mi padre me vio recorriendo cabizbajo el pasillo, no quería que me viera llorar, y entró a la habitación. Creo que pasaron un par de minutos cuando salió de la habitación. Estaba pálido y con los ojos muy fijos en el suelo. Desencajado. En seguida entendí lo que había pasado. Caminó hasta mí e hizo un gesto de negación. Nos abrazamos y empezamos a llorar. “Ya descansa”, me dijo casi sin voz. Lloré y quise desaparecer pero en mi interior sentía que ella me había escuchado y que lo había entendido. El día más duro de mi vida fue en el que le pedí a mi madre que muriese para poder vivir. Ella se fue para dejarme seguir mi camino. Para dejar a los demás intentar reconstruir su vida.
Vive y deja morir
Hace 14 años que pasó y cada día que pasa entiendo un poco mejor lo ocurrido. Aunque jamás hablé de ello con mis hermanos o con mi padre, sé que quizá mi madre solo seguía aferrándose a la vida por miedo. Miedo porque mi hermano no estaba bien con la novia y tenían una hipoteca que pagar, miedo porque la relación con mi hermana llevaba muchos años rota y miedo porque yo, el pequeño de tres hermanos, apenas estaba empezando a despegar y lo primero que había hecho fue irme al otro lado de Europa. Ella no había podido despedirse de mi, hacerme su última petición o advertencia.
Y es por eso que, después de muchos años echándome la culpa por no haber estado ahí y de haber sido un egoísta, lo entendí. Asumí que dejar ir a las personas que sufren puede ser el gesto más altruista que puede existir. Comprendí que cuando una persona no tiene fuerzas para seguir luchando pero sus familiares le piden que aguante para no derrumbarse ellos, el sufrimiento del enfermo solo hace que multiplicarse. Poder irse con la conciencia tranquila era todo lo que mi madre quería. Por eso luchó durante 30 y pico días hasta que reuní el coraje de abrir mi corazón y dejarla ir. Cuando mi egoísmo por tenerla conmigo desapareció, ella descansó.
Una de las mayores lecciones que he aprendido es que quedarse o irse de esta vida de locos es lo único que solo tú puedes decidir. Exigir a mi madre que hubiera seguido luchando por mí la habría encadenado a más sufrimiento inútil. Desconozco si se fue a un lugar mejor pero ahora estoy seguro de que se llevó con ella todo lo que siempre necesitará en su otra vida: mi amor y mi recuerdo. Mientras mi corazón siga latiendo, la seguiré recordando y de alguna manera ella seguirá viva en mí.