La primera vez que toqué un coño tenía 14 años. Y estaba soñando. Aún recuerdo todos los detalles: ambos de pie en mi habitación, mi pecho sobre su espalda, mi boca rebuscando en un fino cuello que en clase siempre andaba oculto tras una larguísima melena rubia y mi mano derecha dentro de aquella cosa caliente y húmeda que tantas veces había sido mencionada en mis círculos vírgenes pero de la que nunca había oído descripción táctil. Hasta esa noche no tenía ninguna información sobre cómo se sentía. La aspereza del vello depilado. Lo resbaladizo. La presión sobre los dedos ejercidas por las paredes. Había sido un absoluto misterio hasta aquella madrugada. Más de dos años después volvió a ocurrir. Esta vez en el mundo real. Esta vez sin despertador. Y juro por todos los electrones del universo que las sensaciones fueron calcadas. Aquel sueño fue como una ventana al futuro. O a la mente colectiva. Nunca lo resolví ni lo resolveré.
Pero sí
Esta historia es real. O al menos todo lo real que puede ser una historia nacida de los imperfectos mundos del sueño y de la memoria. No es ficción. Y las preguntas que provoca en mí —¿predije aquellas sensaciones fruto de una deliciosa casualidad? ¿o no las predije en realidad pero lo siento así como consecuencia de un bug en el modo en que mi cerebro recuerda?— son preguntas que, de una manera u otra, tú también entiendes. Porque eres tan humano como yo. Porque compartes la confusión de vivir. Porque tú también conoces el sentimiento de verte superado por una realidad inmensa y complejísima que no puedes terminar de comprender. Hay una historia común entre nosotros. Hayas transitado el camino que hayas transitado todos estos años: somos lo mismo. Mis relatos hablan en una lengua que no te es ajena porque yo no te soy ajeno. Incluso aunque ignores mi cara o mi dinosaurio favorito.
Es muy diferente con las IAs que escriben como ChatGPT. Unas semanas atrás, un amigo proporcionó a esta inteligencia artificial unos cuantos textos que redacté en el pasado y le pidió que escribiera uno nuevo tal como lo haría yo. El resultado era mejorable, porque la redundancia y cierta falta de ingenio contaminaban el texto, pero el parecido no dejaba de ser espectacular. Con un poquito de mejora cualquiera tendrá un Juanan que redacte contenidos en segundos. Y lo mismo pasará con los ilustradores, los fotógrafos, los músicos o los programadores. Las IAs nos superarán en eficiencia. Es inevitable. Tendrás la oportunidad de decirle a una IA cómo quieres que sea una novela, una película o un videojuego y lo creará para ti inmediatamente. Todo a la carta. Todo personalizado. Eso sí: sin que ningún otro ser humano haya puesto su corazón y su experiencia vital en ello.
Y eso debería hacernos reflexionar
Los sapiens somos animales sociales y muchísimos de nuestros comportamientos, incluidos el arte, persiguen inconscientemente una comunicación interpersonal que refuerce los vínculos. Cervantes, Spierlberg y Quevedo desean que sus obras lleguen a los demás. No solo porque esto vaya a proporcionarles pasta: la razón principal es que sin receptores no habría comunicación artística. Y lo mismo ocurre en la dirección contraria. El motivo por el que te emocionaste viendo Girls o escuchando una canción tristoncia de Bon Iver es el hecho de que detrás hay otras personas que han vivido algo que puedes entender. El mensaje de esa serie o de esa canción te llega al corazón porque conectas con otros sapiens y ese es uno de los anhelos esenciales de nuestra especie. ¿Podrás sentir lo mismo, por muy bonita que sea, con una canción creada por una IA que nunca sufrió?
En 1974 el filósofo Robert Nozick publicaba su ensayo Anarquía, Estado y Utopía, en el que dedicaba una sección a un experimento mental llamado la máquina de las experiencias, a través del cual se preguntaba si las personas se engancharían a una máquina de la felicidad, aunque ello conllevara vivir para siempre en una falsa realidad. Un rollo Matrix pero color Teletubbies y con probablemente muchas orgías recurrentes. Su respuesta fue que no. Que en el fondo todas las personas necesitan vivir una vida auténtica. Una en la que de verdad se vinculen a otras personas. Una confusa, incierta y dolorosa en ocasiones, pero siempre genuina. Porque para eso estamos programados. Es la misma razón por la que te empeñas en creer que tu reality show favorito no está guionizado. O que Rosalía canta en directo cuando sale en televisión. No puedes con la comunicación fake.
Y esto no quiere decir que las IAs creativas sean necesariamente malas. No son el cordyceps de nuestro mundo. Harán que la vida de millones de personas sea más agradable. Muchos artistas las explotarán para sacar proyectos adelante. Y llenarán el mundo de más y más entretenimiento para paliar un aburrimiento vital que cada vez parecemos menos capaces de tolerar. La tecnofobia es absurda. Y muy poco productiva: la tecnología continuará avanzado. Y los que nos quedemos sin trabajo nos adaptaremos y sobreviviremos. Ese no es el problema. Es, quizá, solo quizá, que década tras década nos vayamos cargando aquello que, según contaba el historiador Harari en su famosísimo ensayo Sapiens, nos permitió salir de las selvas y convertirnos en lo que somos: los relatos comunes. Sin eso, sin unos relatos puramente humanos, nuestros, compartidos, somos otra cosa.
¿El qué?
Desde luego algo más solitario. Individuos que no paliarán la soledad, cada vez más extendida, cada vez más crónica, a través del arte. Individuos que no se empaparán del sufrimiento, la felicidad, los miedos o los deseos de otras personas gracias a relatos, canciones o dibujos diseñados por estos. En todo caso, el arte humano, el arte de persona a persona, podrá convertirse en una especie de reliquia bohemia, como el vinilo en estos tiempos digitales de Spotify. Tendrás tus obras perfectas a la carta, pero no te aportarán lo mismo que las obras imperfectas de los artistas. Y quién sabe: quizá precisamente por esta necesidad tan humana de conectar las IAs creativas queden relegadas a funciones corporativas. Quizá las estanterías de las librerías no se llenen de libros escritos por estas. Quizá textos de mierda como este, redactados torpemente, lleno de fallas argumentales, pero humanos al fin y al cabo, prevalezcan.
Tal vez la mayoría de personas sientan lo mismo que Nick Cave al leer una letra creada por ChatGPT en base a sus propias líricas: “con todo el amor y el respeto del mundo, esta canción es una mierda, una burla grotesca de lo que es ser humano”. Tal vez el futuro vuelva a traernos otro plot twist que lo cambie todo. En cualquier caso, este texto no pretende motivar ninguna resistencia. Lo que tenga que venir vendrá. Y una vez más conseguiremos encajar las piezas para continuar aquí. Si el arte humano desaparece algún día, quiero pensar que encontraremos otro puente entre nosotros y que no seguiremos ensanchando el espacio que nos separa. Cada vez más alejados. Cada vez más ansiosos. Cada vez más deprimidos. Tengo fe en la humanidad. Por eso no propongo que frenemos el progreso tecnológico y salvemos el arte humano. Solo que al menos, si llega el caso, le lloremos como se merece.